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A su regreso de su viaje por la India, el Dr. Pinkletoon se encontraba, digamos indispuesto, desencajado.
A pesar de hallarse, al fin, cómodamente instalado en sus habitaciones privadas del 59 de Monkey street, en Londres; no se decidía a quitarse el sombrero. Tampoco se atrevía a soltar la hoja de azagavia que llevó firmemente sujeta en su mano derecha durante todo el viaje de vuelta a casa.
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Algo no marchaba bien. Miss Grave, el ama de llaves lo trataba con la deferencia habitual y mostraba la dulzura de carácter que era inherente a su persona. Pero algo, algún detalle ínfimo en la actitud o en la apariencia del ama de llaves, no encajaba. Todo era muy extraño...
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Incluso Barringer, su perro, se comportaba con una circunspección rayana en lo pétreo.